30.5.04

Hay tristezas

Hay tristezas pequeñas, que apenas nos salpican los zapatos. Tristezas de tibios adioses que no dejan huellas, que se olvidan al doblar la esquina.

Hay tristezas que nos invaden durante un día, porque un perro nos miró con ojos melancólicos y no pudimos ofrecerle un hogar.

Hay tristezas que duran un tiempo: dan vueltas a nuestro alrededor, nos arruinan algunas tardes de sol y, en noches de lluvia, nos hacen pegar la frente nostálgica a la ventana. Tristezas que nos traen seductores pensamientos de suicidios inconclusos. Tristezas que se van esfumando o dejamos abandonadas en un rincón..., hasta el próximo encuentro.

Hay tristezas que caen como cataratas, como verdaderos aluviones. Tristezas que nos invaden, nos arrollan a su paso y nos obligan a buscar refugios inexistentes o escurrizos rincones. Esa tormenta de tristezas no se detiene fácilmente; arrasa las débiles trincheras que levantamos para protegernos y nos empapa alma y cuerpo. Hasta las uñas de los pies sufren el embate de estas tristezas dispuestas a acabar con la poca alegría que pueda convocar la vida.

Hay tristezas persistentes, insistentes, impertinentes. Tristezas que, luego que amaina el temporal de tristezas, se instalan como finísima garúa de tristezas que nos cala los huesos y el deseo, la ílusión y la esperanza.

Hay tristezas perennes para las que no hay conjuro posible, y con las que hay que convivir lágrima a lágrima.

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