19.10.11

Las gorras del Papá de Dorita


Todos los años, como regalo de cumpleaños, por Navidad o el Día del Padre, Dora le regalaba una gorra a su padre. Todos los años, el día del cumpleaños, del padre o de alguna fiesta, el padre recibía de Dora una gorra como regalo. Pero la gorra elegida nunca tenía la forma con que él la imaginaba ni le parecía que cumpliría apropiadamente su función de proteger su cabeza del frío. Decía que no, que gracias (poco convincentes), que esa no era la gorra que él quería. ¡Otra vez una gorra!
Sin embargo, Dora nunca abandonaba su misión anual de “encontrar la gorra que necesita papá”. Recorría negocios especializados, gastaba los últimos ahorros del último trabajo que había conseguido, y era generosa al destinar mucho dinero en la compra del adminículo para la sagrada testa cuando una buena entrada le iluminaba el bolsillo. Y todo eso para lograr dar con una gorra que el padre, recitando los mismos motivos, rechazaba.
El ritual perduraba. En la familia ya se sabía, cada año, que una nueva gorra pasaría a integrar la colección conservada en un estante de la parte superior del  ropero viejo del dormitorio mustio que el papá de Dorita (porque para él siempre era Dorita o “la nena”) compartía con la mamá de Dorita; frío y húmedo el dormitorio, como la casa y, que olía, como la casa toda, a fría humedad.
A veces, cuando era posible, la gorra regresaba al negocio donde había estado expuesta en espera de un mejor destino que la cabeza difícil de complacer del Papá de Dorita. Esto último evitó que se acumularan en exagerado número, con el inminente peligro de inundación de gorras rechazadas, si el estante no fuera suficiente (gracias a su testarudo orgullo de sus capacidades) para contenerlas dentro del ropero, y se abrieran paso hacia… alguna cabeza de destino. Aunque, ofendidas por el destrato, siempre quedaba la posibilidad de que cayeran, subversivas, ávidas de cumplir “la misión” que las había convocado, sobre quien abriera el robusto ropero de antigua data, pese a las mentadas cualidades del estante “de arriba”.
Todos los años, entonces, Dorita compraba una gorra para su papá en las fechas que el calendario marca como imprescindibles para acordarse de los seres queridos y nos perturban la vida haciendo que compremos gorras que serán refutadas. Como las que Dorita compraba para su papá, claro. “Me queda grande, me queda de lado, este color me hace ver ridículo, no ves que no es para mí, no, no, no es lo que yo quiero, yo quiero del tipo de las que cubren aquí, ves, así, para este costado, y sin tanta visera, y no, qué me trajiste, otra vez una gorra, a ver… No, si ya sabía que no me iba a quedar bien, para qué te molestás…”.
Liturgia perversa: Dorita empeñada en conseguir la gorra que finalmente Papá aceptara y, encima, como premio, le regalara una sonrisa y se pusiera contento aunque Racing ganara sólo por un gol de diferencia y jugando mal. Y Papá se ponía como loco, se encerraba ese y todos los domingos para no escuchar “el partido”, porque seguramente su equipo favorito lo defraudaría y encima tendría que escuchar las alabanzas que recibía Boca porque, periodistas vendidos, todos hablan bien de los “bosteros” porque da más plata. Y, en medio de los rezongos, reprobaba la enésima gorra, si había caído de regalo en un día coincidente con “el evitado encuentro futbolero”.

Pero Dorita seguía comprando la gorra, contumaz en su deseo. La gorra llegaba envuelta con esmero, o simplemente dentro de una bolsa. Después de todo, Dora era humana y, en ocasiones, se rebelaba a tener que rogar “es para regalo”. Viajaba en remís o en colectivo (Dorita, y la boina) en ese día especial, y llegaba a la casita de jardincito mínimo y mínimas expectativas, y entraba llena de esperanzas que se fundían como la cera de la vela, lánguida y descorazonada, cuando oía que no, que no era esa. Claro que se le empalidecía el entusiasmo, pero sin asombro. Sin ningún dejo de asombro. ¿Gorra?, que no, esta no me queda… ¿Te das cuenta?, aquí, yo quiero que me tape aquí… ¿Comés algo?

Han pasado gorras y mucho tiempo. Y aniversarios y cumpleaños. Y mucha vida. Ya a la cabeza del papá de Dorita sí que le vendría bien una gorra que le proteja los pocos  pelos que le quedan. No sorprende que esto haya dado brío a la ilusión de Dorita, con el argumento de que, por fin, algún día de cumpleaños  o para Navidad, es decir, muy pronto, él diría que sí, porque la cabeza calva de su papá se protegería cuando saliera dando esos pasos arrastraditos de toda la vida, hay que ser sinceros, para hacer las compras en pleno invierno… Pobre papá.

El otro día la vi a Dorita. Llevaba una caja envuelta en cintas azules. Redonda la caja. ¡Una gorra!, casi se me escapa. Y pensé en qué día era. Junio. Helaba el viento cruzado que levantaba unas hojas que los árboles habían tratado de retener para ser ocres todo lo posible. ¡Llegaba el Día del Padre! Claro. Es que yo hace rato que ni pienso en ese día. Alguna vez, hace mucho… Aunque, eso sí, por suerte me avivé a tiempo de que no vale la pena andar comprando gorras que nunca, pero nunca van a quedar bien en la cabeza de Papá. Con Dora no puedo compartir esto. Se desmayaría. Además, no escucha. Sólo oye la voz que pide una gorra, y ella sale a buscarla.

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