Todos los años, como
regalo de cumpleaños, por Navidad o el Día del Padre, Dora le regalaba una gorra
a su padre. Todos los años, el día del cumpleaños, del padre o de alguna fiesta,
el padre recibía de Dora una gorra como regalo. Pero la gorra elegida nunca
tenía la forma con que él la imaginaba ni le parecía que cumpliría
apropiadamente su función de proteger su cabeza del frío. Decía que no, que
gracias (poco convincentes), que esa no era la gorra que él quería. ¡Otra vez
una gorra!
Sin embargo, Dora
nunca abandonaba su misión anual de “encontrar la gorra que necesita papá”.
Recorría negocios especializados, gastaba los últimos ahorros del último
trabajo que había conseguido, y era generosa al destinar mucho dinero en la
compra del adminículo para la sagrada testa cuando una buena entrada le
iluminaba el bolsillo. Y todo eso para lograr dar con una gorra que el padre,
recitando los mismos motivos, rechazaba.
El ritual perduraba.
En la familia ya se sabía, cada año, que una nueva gorra pasaría a integrar la
colección conservada en un estante de la parte superior del ropero viejo del dormitorio mustio que el
papá de Dorita (porque para él siempre era Dorita o “la nena”) compartía con la
mamá de Dorita; frío y húmedo el dormitorio, como la casa y, que olía, como la casa
toda, a fría humedad.
A veces, cuando
era posible, la gorra regresaba al negocio donde había estado expuesta en
espera de un mejor destino que la cabeza difícil de complacer del Papá de
Dorita. Esto último evitó que se acumularan en exagerado número, con el
inminente peligro de inundación de gorras rechazadas, si el estante no fuera suficiente
(gracias a su testarudo orgullo de sus capacidades) para contenerlas dentro del
ropero, y se abrieran paso hacia… alguna cabeza de destino. Aunque, ofendidas
por el destrato, siempre quedaba la posibilidad de que cayeran, subversivas,
ávidas de cumplir “la misión” que las había convocado, sobre quien abriera el
robusto ropero de antigua data, pese a las mentadas cualidades del estante “de
arriba”.
Todos los años, entonces,
Dorita compraba una gorra para su papá en las fechas que el calendario marca
como imprescindibles para acordarse de los seres queridos y nos perturban la
vida haciendo que compremos gorras que serán refutadas. Como las que Dorita
compraba para su papá, claro. “Me queda grande, me queda de lado, este color me
hace ver ridículo, no ves que no es para mí, no, no, no es lo que yo quiero, yo
quiero del tipo de las que cubren aquí, ves, así, para este costado, y sin tanta
visera, y no, qué me trajiste, otra vez una gorra, a ver… No, si ya sabía que
no me iba a quedar bien, para qué te molestás…”.
Liturgia
perversa: Dorita empeñada en conseguir la gorra que finalmente Papá aceptara y,
encima, como premio, le regalara una sonrisa y se pusiera contento aunque Racing
ganara sólo por un gol de diferencia y jugando mal. Y Papá se ponía como loco,
se encerraba ese y todos los domingos para no escuchar “el partido”, porque seguramente
su equipo favorito lo defraudaría y encima tendría que escuchar las alabanzas
que recibía Boca porque, periodistas vendidos, todos hablan bien de los “bosteros”
porque da más plata. Y, en medio de los rezongos, reprobaba la enésima gorra,
si había caído de regalo en un día coincidente con “el evitado encuentro futbolero”.
Pero Dorita seguía
comprando la gorra, contumaz en su
deseo. La gorra llegaba envuelta con esmero, o simplemente dentro de una bolsa.
Después de todo, Dora era humana y, en ocasiones, se rebelaba a tener que rogar
“es para regalo”. Viajaba en remís o en colectivo (Dorita, y la boina) en ese
día especial, y llegaba a la casita de jardincito mínimo y mínimas
expectativas, y entraba llena de esperanzas que se fundían como la cera de la
vela, lánguida y descorazonada, cuando oía que no, que no era esa. Claro que se
le empalidecía el entusiasmo, pero sin asombro. Sin ningún dejo de asombro. ¿Gorra?,
que no, esta no me queda… ¿Te das cuenta?, aquí, yo quiero que me tape aquí… ¿Comés
algo?
Han pasado gorras
y mucho tiempo. Y aniversarios y cumpleaños. Y mucha vida. Ya a la cabeza del
papá de Dorita sí que le vendría bien una gorra que le proteja los pocos pelos que le quedan. No sorprende que esto
haya dado brío a la ilusión de Dorita, con el argumento de que, por fin, algún
día de cumpleaños o para Navidad, es
decir, muy pronto, él diría que sí, porque la cabeza calva de su papá se
protegería cuando saliera dando esos pasos arrastraditos de toda la vida, hay
que ser sinceros, para hacer las compras en pleno invierno… Pobre papá.
El otro día la vi
a Dorita. Llevaba una caja envuelta en cintas azules. Redonda la caja. ¡Una gorra!,
casi se me escapa. Y pensé en qué día era. Junio. Helaba el viento cruzado que
levantaba unas hojas que los árboles habían tratado de retener para ser ocres
todo lo posible. ¡Llegaba el Día del Padre! Claro. Es que yo hace rato que ni
pienso en ese día. Alguna vez, hace mucho… Aunque, eso sí, por suerte me avivé
a tiempo de que no vale la pena andar comprando gorras que nunca, pero nunca van
a quedar bien en la cabeza de Papá. Con Dora no puedo compartir esto. Se
desmayaría. Además, no escucha. Sólo oye la voz que pide una gorra, y ella sale
a buscarla.
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