Hoy que tanto se habla de inseguridad, de generaciones perdidas, de entradas y salidas y extrañas puertas giratorias, y la justicia lenta, la justicia..., ah. Un cuento de antes de cuando lo secuestraran, desaparecieran y mataran de Haroldo Conti. Un cuento que no tiene de cuento sino la fabulosa escritura, tierna y dura. Un cuento lleno de comprensión, que nos dice más que tanto informe, tantos datos, tantos argumentos absurdos. Así viven muchos seres. Así caminan, como un león, hasta el final, cuando los abate el balazo y, hoy, la patada artera de los vecinos hartos... de ignorancia, de incomprensión...
Que relate, que siga relantando Haroldo...
Como un león
Todas las mañanas me despierta la sirena de la
Ítalo. Ahí empieza mi día. El sonido atraviesa la villa envuelta en las
sombras, rebota en los galpones del ferrocarril y por fin se pierde en la
ciudad. Es un sonido grave y quejumbroso y suena como la trompeta de un ángel
sobre un montón de ruinas. Entonces abro los ojos en la oscuridad y me digo,
cuando todavía dura el sonido, "Levántate y camina como un león". No
sé dónde escuché eso, porque a mí no se me hubiera ocurrido, tal vez en la
tele, tal vez a un pastor de la escuela del Ejército de Salvación, pero eso es
lo que me digo cada mañana y para mí tiene su sentido. "Levántate y camina
como un león"
La vieja me pregunta siempre en qué diablos estoy
pensando. La pobre vieja lo pregunta porque en realidad cree que no pienso en
nada. Sin embargo tengo siempre la cabeza tan llena de cosas que no me
sorprendería si un día de estos salta en pedazos. Estoy seguro de que si la
vieja supiera lo que pienso realmente se caería de espaldas. Digo esto
justamente cuando oigo el sonido que pasa sobre mi cabeza, porque a nadie que
me mire se le puede ocurrir que me anden tantas cosas por la mollera. Sin
embargo, somos una familia de pensadores. Mi padre, con todo lo pelagatos que
era, pensaba y decía cosas por el estilo y tal vez fue a él a quien escuché
algo semejante.
A veces, como ahora, me despierto un poco antes de
que suene la sirena. Tendido en la cama, con la cabeza metida en la oscuridad,
me parece como que estuviera sobre una balsa abandonada hace tiempo en medio del
mar. Entonces pienso en todas las cosas de la vida. Como si estuviera muerto o
bien a punto de nacer. Aunque en cualquiera de esos casos no pensaría nada, se
entiende, pero quiero decir como si estuviera a un lado del camino, no en el
camino mismo, y desde allí viera mejor las cosas. O por lo menos lo que vale la
pena que uno vea.
Mi madre se acaba de levantar y se mueve en la
penumbra de la cocina. Desde aquí veo su rostro flaco y descolorido iluminado
por la llamita zumbadora del calentador. Parece el único ser vivo en toda la
tierra. Yo también estoy vivo pero yo no soy nada más que una cabeza loca que
cuelga en la oscuridad.
Pienso en mi hermano, por ejemplo. Hace un par de
meses que lo mataron. El botón vino y dijo con esa cara de hijo de puta que ponen
en todos los casos, que había tenido un accidente. El accidente fue que lo
molieron a palos. Fuimos en el patrullero mi madre y yo hasta la 46 y allí
estaba mi hermano tendido sobre una mesa con una sábana que lo cubría de la
cabeza a los pies. El botón levantó la sábana y vimos su cara, nada más que su
cara, debajo de una lámpara cubierta con una hoja de diario. No solté una
lágrima para no darles el gusto y además no se parecía a mi hermano. En
realidad, no creo que haya muerto. Mi hermano estaba tan lleno de vida que no
creo que un par de botones hayan podido terminar con él. No me sorprendería que
aparezca un día de estos y de cualquier forma, aunque no aparezca nunca más, lo
cual no me sorprendería tampoco, para mí sigue tan vivo como siempre. Acaso
más. Cuando digo que pienso en él en realidad quiero decir que lo siento y
hasta lo veo y las más de las veces no es otro que mi hermano el que me dice
eso de que me levante y camine como un león. Desde las sombras. Las palabras
suenan dentro de mi cabeza pero es mi hermano el que las dice.
También pienso en el viejo pero con menos
frecuencia. También él está muerto. Mejor dicho, él sí que está muerto. Si lo
veo alguna vez apenas es un rostro borroso y melancólico que se inclina sobre
mi cama o, de pronto, se vuelve entre la gente y me pregunta, como la vieja, en
qué diablos estoy pensando. Él me lo preguntaba de otra forma, con una sonrisa
blanda y cariñosa como si viera más allá del tiempo. Mi padre fue un vago, no
cabe duda, pero sabía tomar las cosas y creo que éstas andarían mucho mejor si
la gente las entendiera a su manera. Claro que mi madre se tuvo que romper el
lomo pero yo creo que de cualquier modo esos tipos tienen un lugar en la vida y
hay bastante que aprender de ellos por más que mi padre jamás se propusiera
enseñarnos nada. Además mi madre nunca se quejó de él y por mucho tiempo fue la
única que pareció comprenderlo.
Si me olvido de mi padre, es decir, si nunca alcanzo
a verlo de cuerpo entero y menos vivo e intenso como a mi hermano, sin embargo
hay algo de él en cada cosa que me rodea, en toda esa roñosa vida como la
llaman, y si veo algo que los otros no alcanzan a ver es justamente por allí
está mi padre. Yo no sé qué pensará los otros, digo los miles de tipos que
viven en la villa, que sudan y tiemblan, que ríen maldicen en medio de todo
este polvoriento montón de latas, pero lo que es yo no lo cambio por ninguno de
esos malditos gallineros que se apretujan a lo lejos y trepan hasta los cielos
del otro lado de las vías. Aquí está la vida, la mía por lo menos. Esta es una
tierra de hombres, con la sangre que empuja debajo de su piel. No hay lugar
para los muertos, ni siquiera para los botones. Y cuando a veces me trepo al
techo de algún vagón abandonado y desde allí contemplo toda esa vida que se
mueve entre las paredes abolladas de las casillas o los potreros pelados o las
calles resecas me parece que contemplo una fiesta. Los trenes zumban a un lado
con toda esa gente borrosa pegada a las ventanillas, los coches y los barcos
corren y resoplan del otro, los aviones del aeroparque barrerán el cielo con
sus motores a pleno, la vela de un barquito cabecea sobre el río, un chico
remonta un barrilete, una bandada de pájaros planea en el filo del viento y en
medio del polvo y la miseria un árbol se yergue solitario. Ahí está mi padre.
En todo eso.
La vieja se vuelve y mira hacia la oscuridad donde
estoy acurrucado. Entonces veo solo su sombra como si mi madre se borrara y
quedase nada más que un hueco. Ella piensa que estoy dormido y trata de que aproveche
todo el tiempo.
Hay veces que no pienso en nada y la miro a ella
simplemente porque es la única manera de ver a mi madre. Está sola en el mundo.
Mi padre se fue primero, luego mi hermano y un día u otro me tocará a mí. Ella
lo sabe.
Otras veces pienso en los muchachos. Tulio, el
Negro, Pascualito. Caminan delante de mí, sobre las vías. Gritan y se empujan,
aunque no escucho nada. Sus caras mugrientas brillan debajo de la luz pero yo
estoy en las sombras y cuando quiero hablarles se alejan velozmente. Flotan en
el aire como globos y se alejan. Trato de pensar en cada uno por separado y
entonces parecen otros tipos.
El hermano de Tulio era amigo de mi hermano y
aquella noche se salvó por un pelo. Mejor dicho, por un montón de ellos porque
estaba con la Beba en una casilla del barrio Inmigrantes. Así y todo, atareado
como estaban los sintió venir, los olió más bien, saltó por la ventana y se
perdió en la noche. Después que se fueron, lo buscamos con el Tulio. Estaba
metido en la caldera de una vieja "Caprotti" arrumbada en un desvío
del San Martín. El Tulio le llevó un paquete con comida y los pantalones que
había dejado en la casilla. El preguntó por mi hermano y dijo un par de cosas
sobre la puta vida que retumbaron en el vientre de la "Caprotti". Después
desapareció de la villa. Hace unos meses de esto.
Bueno, es así como se marchan todos. Un día u otro.
De cualquier manera, por uno que se va hay otro que llega. Las villas cambian y
se renuevan continuamente. Son algo más que un montón de latas. Son algo vivo,
quiero decir. Como un animal, como un árbol, como el río, ese viejo y taciturno
león. Como el león, justamente. Lo siento en mi cuerpo que crece y se dilata en
las sombras y de pronto es toda la gente de las villas, toda esa gente que
empieza a moverse en este mismo momento y no se pregunta qué será de ella el
resto del día y menos el día de mañana sino que simplemente comienza a tirar
para adelante.
Mi madre abre la puerta. Mi madre y las cosas
aparecen cubiertas de ceniza. La propia llama del calentador se opaca y
destiñe. Es el día.
—¡Lito!...¡Arriba, Lito!
Me levanto a los tumbos, no precisamente como un
león, sino como un perro vagabundo al que le acaban de dar un puntapié en el
trasero. Parado en medio del cuarto, con el pelo revuelto y la vejiga a punto
de estallar, tiemblo y me sacudo hasta el último hueso.
La vieja me mira y antes de que abra la boca me
empiezo a vestir. Cuando se le da por hablar no termina nunca. Yo sé cuándo
está por hablar y además sé lo que va a decir. Por lo general, es inútil tratar
de atajarla y creo que, después de todo, eso le hace bien. En realidad no me
habla a mí ni a nadie en particular sino que simplemente habla y habla. Y así
parece más sola. Cuando vivía el viejo era toda una música.
Un buen jarro de café de malta y un pedazo de
galleta me devuelven la vida y la cabeza se me llena otra vez de ideas. Afuera
los trenes pasan con más frecuencia y la casilla tiembla toda entera. Eso me
alegra también. Me parece que en cualquier momento vamos a saltar por el aire y
no sé por qué eso me alegra. Después me pongo el maldito guardapolvo, meto otro
pedazo de galleta en la maldita cartera y me largo para la maldita escuela.
Las villas todavía están envueltas en la niebla y
aquello parece el comienzo del mundo, cuando las cosas estaban por tomar su
forma. Las casillas oscilan como globos, las luces brotan por los agujeros de
las chapas como ramas encendidas, las ventanillas de los trenes puntean
velozmente la penumbra, se estiran como goma de mascar y más allá se reducen a
un punto sanguinolento, después de montar la curva. La cabina de señales del
Mitre, algo más arriba, cabecea igual que una chata arenera y si uno no
conociera el lugar la tomaría justamente por eso. Uno chorro de chispas y, un
poco más abajo, una llama anaranjada que rebota en un tramo de vías se
desplazan lentamente siguiendo el perfil oscuro de una "catanguera".
Una luz roja cambia a verde y un numero de color salta en el aire. Hay luces
por todas partes pero solo sirven para confundirlo a uno. Al fondo, el lívido
resplandor de Retiro se desvanece con el día y, más atrás aún, tiemblan y se
encogen las luces de la ciudad. Del lado de la costa, la espiral encendida del
edificio de Telecomunicaciones, los focos empañados de los automóviles que
bailotean como un tropel de antorchas, los mástiles y las grúas de la dársena
y, por encima de todo, las chimeneas de la usina que se empinan sobre la
mugrienta claridad del amanecer.
Una luz roja cambia a verde y un número de color
salta en el aire. Hay luces por todas partes pero solo sirven para confundirlo
a uno. Al fondo, el lívido resplandor de Retiro se desvanece con el día y, más
atrás aun, tiemblan y se encogen las luces de la ciudad. Del lado de la costa,
la espiral encendida del edificio de Telecomunicaciones, los focos empañados de
los automóviles que bailotean como un tropel de antorchas, los mástiles y las
grúas de la dársena y, por encima de todo, las chimeneas de la usina que se
empinan sobre la mugrienta claridad del amanecer.
Levanto la cabeza y respiro hondo el áspero alimento
del río. Entonces todo eso se me mete en la sangre y me siento vivo de la
cabeza a los pies, como un fuego prendido en la noche.
El viejo del Tulio camina unos pasos más adelante
con un paquete debajo del brazo. Trabaja en la dársena B con una grúa móvil de
5 toneladas. Sale al amanecer y vuelve casi de noche. El domingo, como no puede
estar sin hacer nada, la muele a palos a la vieja. El Tulio se mantiene a
distancia y si duerme pone un montón de tarros entre la puerta y la cama.
Cuando el viejo se calma se sienta en la puerta de la casilla y toma mate hasta
que la cara se le pone verde. Nunca le oí hablar una palabra, ni siquiera
cuando se enfurece.
Hay otros tipos que caminan en la misma dirección.
Salen de las calles laterales y se juntan a la fila que marcha en silencio
hasta el portón de entrada. Mientras tanto los grandes tipos duermen allá lejos
en su lecho de rosas. ¿Dónde oí eso? Si un día se decidieran a quedarse en la
villa así suenen todas las sirenas del mundo a un mismo tiempo no sé qué sería
de esos tipos. Tendrían que limpiar, acarrear, perforar, construir, destruir,
armar, desarmar o tirar la manga y por fin robar con sus tiernas manitos de
maricas. Pero la pobre gente no lo entiende. Todo lo que piden de la vida es un
pedazo de pan, una botella de vino y que no se les cruce un botón en el
camino.
Otra fila de chicos y mujeres hace cola frente a una
de las canillas. Veo al Pascualito con un par de tachos en las manos. Lo
saludo.
El Pascualito lustra zapatos en Retiro, el Tulio
vende diarios en una parada de Alem y el Negro junta trapos y botellas en las
quemas y cuando llega el verano vende melones y sandías en la Costanera. A
veces lo acompaño a las quemas y gano unos pesos. Al Negro le gusta lo que
hace. Tira como un condenado del carrito y al mismo tiempo grita o canta sin
parar. Hay que verlo. También me gano unos pesos abriendo las puertas de los
coches en Retiro hasta que aparece un botón. Hay muchas formas de ir tirando
hasta que llegue el día pero a la vieja no le gusta que haga nada de eso. A
cada rato me da una lata barbara sobre el asunto. Quiere que termine la
escuela, lo mismo que mi hermano, y aunque no entiendo muy bien el motivo no
tengo más remedio que darles el gusto. La pobre vieja entretanto se rompe el
lomo limpiando casas por hora. Eso me envenena las tripas porque mientras ella
deja el alma yo estoy en la escuela calentado un banco.
El Negro pasa tirando del carrito con el gordo Luján
que es el cerebro del asunto, como se dice, y por lo tanto no tira del carrito
sino que fuma y piensa en grandes cosas. Agacho la cabeza y me pego a las
casillas porque me revienta que me vean con el guardapolvo y la cartera como un
nene de mamá.
La avenida está llena de camiones que esperan hace
días para descarga en los silos. Las colas llegan hasta la villa y si no se
meten adentro es porque no están seguros de salir enteros. El Beto tiró más de
un año con un par de gomas Firestone. 12.00-20, catorce telas de nylon, si bien
se pasó cerca de un mes en la caldera de la "Caprotti" mientras los
botones daban vuelta de la villa de arriba abajo. Siempre que veo los camiones
me acuerdo del Beto, es decir, que me acuerdo de él todos los días. No por las
gomas, aunque me acuerdo de eso también, sino porque desapareció de la villa en
un "Skania Vabis" hace dos años. Se escondió en el acoplado cuando
salió del puerto y vaya uno a saber dónde mierda fue a parar. La verdad que no
es mala idea. Si no fuera por mi hermano ya lo hubiera hecho hace rato.
Las chimeneas de la usina giran lentamente y cambian
de lugar mientras uno camina. Son cinco en total pero nunca estoy seguro porque
es difícil verlas cinco de una vez. La gente se desparrama al llegar a la
avenida Antártida y yo doblo hacia la escuela cuyas casillas asoman un par de
cuadras más adelante entre un grupo de árboles. La gente se desparrama al
llegar a la avenida Antártida y yo doblo hacia la escuela cuyas casillas asoman
un par de cuadras más adelante entre un grupo de árboles cubiertos de cenizas.
Apenas las veo se me hace un nudo en la barriga. No dudo, o por lo menos no
discuto, lo cual además sería perfectamente inútil con la vieja, de que la
escuela sea algo tan bueno como ella dice, pero todavía dudo mucho menos de que
yo sirva para eso. Es cosa mía y de ninguna manera generalizo. A esta altura
creo que ni la misma gorda lo pone en duda y estoy seguro de que se sacaría un
peso de encima, de los pocos que pueden quitarse entre los muchos que le
sobran, si alguna de estas mañanas no apareciera por allí. La gorda es la
maestra. El primero o segundo día puso su manito sonrosada sobre mi cabeza de
estopa y dijo que haría de mí un hombre de bien. Parecía estar convencida y a
la vieja se le saltaron las lagrimas. Al mes ya no estaba tan segura y a la
vieja se le volvieron a saltar las lagrimas, claro que por otro motivo. Esta
vez le fijo, con otras preciosas palabras, se entiende, que yo era un
degenerado. Eso quiso decir, en resumen.
La cosa saltó algún tiempo después, el día que la
gorda me encontró espiando por le ventilador del baño de las maestras. Por
suerte no era yo el que estaba espiando en ese momento sino el Cabezón que,
parado sobre mis hombros, estiraba el cogote todo lo que le daba. Al Cabezón lo
echaron sin más trámites y ahora pienso si no le tocó la mejor parte.
Desde entonces el tipo se da la gran vida y en
cierta forma lo sigo teniendo sobre los hombros, sobre la misma cabeza diría
yo. Ya estuvo en la 46 por hurto y daño intencional.
Esa vuelta vino mi hermano. A él no se le saltaron
las lagrimas, por supuesto, sino que escuchó en silencio y con palabras
corteses dijo que se iba a ocupar del asunto. Estaba vestido cojo para
impresionar, con el anillazo ese en el dedo y el pelo brillante como la
carrocería de un coche. Era para verlo.
Después que la maestra terminó de hablar (creía que
no paraba nunca) mi hermano saludó como un señor y luego, siempre con los
mismos ademanes discretos, me llevó a un lado, entre los árboles. Allí me tomó
por el cuello y me rompió los huesos con un dedo atravesado sobre los labios
cada vez que yo iba a gritar. No sé cómo lo hozo, porque no podía poner mucha
atención, pero cuando terminó no se le había movido un pelo.
Después que me sacudí el polvo me puso un brazo
sobre los hombros y caminando juntos me empezó a hablar sobre la vida. Yo ni
siquiera respiraba y le decía a todo que sí. Hablaba como un pastor o por lo
menos como el viejo en sus mejores momentos. Su voz sonaba áspera y contenida,
pero había cierta tristeza en su expresión. Es lo que más recuerdo.
Espero a que me soplara los mocos y entonces me hizo
prometer que iba a terminar la escuela así tardase mil años. Yo lo miré
brevemente en los ojos y dije que sí. No tenía más remedio, pero de cualquier
forma lo dije de corazón.
Y es eso lo que cada mañana me trae hasta aquí.
Cuando tengo ganas de pegar la vuelta, lo cual es un decir porque las tengo
siempre, veo su rostro por delante y hasta escucho su voz.
—¿Quedamos,
Lito?
Yo vuelvo a decir que sí con la cabeza y entro en la
escuela.
Desde que lo mataron, porque eso fue, la gorda me
trata algo mejor. En realidad no sabe qué hacer. Ella quería sacar de mí un
hombre, pero aquí el hombre viene solo y en todo caso con un hermano así no
necesito de más nadie. Por otra parte no sé qué diablos entiende ella por un
hombre, sea de bien o de cualquier otra cosa, y no creo que haya conocido a
ninguno hasta que apareció mi hermano.
Trato de aprender lo que puede pero la mayor parte
del tiempo la cabeza se me vuela como un pájaro. Vuela y vuela, cada vez más
alto, cada vez más lejos. No es para menos. La vida zumba y se sacude ahí
afuera y yo estoy metido aquí dentro esperando el día que salga y salte sobre
ella como mi hermano, es decir, como un león. Cada vez lo entiendo mejor.
En este momento veo a través de la ventana la trompa
de la vieja "Caprotti" dormida sobre las vías y allá va mi cabeza.
Mi padre sintió siempre una gran admiración por esas
moles de fierro. Vivía aquí mucho antes de que aparecieran la villa y creo que
trabajó un tiempo en el ferrocarril. Nunca entendí esa manía del viejo, pero de
cualquier manera terminé por cobrarle aprecio a toda esa chatarra. Supongo que
él no las veía inútiles y ruinosas como yo las veo. En su cabeza soplaban como
en sus mejores tiempos. Muchas veces, sentados sobre una pila de durmientes, me
habló de ellas así como yo pienso o hablo de mi hermano, del Baldo, de todos lo
que se fueron. Tal vez por ahí lo entienda. Así conocí la "Caprotti",
no este montón de fierro sino aquella soberbia maquina que competía con las
famosas "2.000" del Central Argentino. La "Garrat", con
doble ténder y la caldera al centro, la "Mikado", que no conocí y por
lo tanto me parece más fabulosa todavía y de la que mi padre hablaba con
verdadera emoción temblando todo entero como si la locomotora pasara en ese
momento delante de él a cien por hora aventando trapos y papeles. Las 1.500,
las "capuchinas", las 100. A medida que hablaba el viejo iba
levantando presión y estoy convencido de que al último veía las maquinas
verdaderamente. Yo no veía nada por más que forzara la vista, pero me
contagiaba esa loca alegría y trataba por lo menos de imaginarme todo el ruido
y la vida de aquellas viejas locomotoras que corrían por su cabeza.
La maestra golpea con el puntero en el pizarrón y
vuelvo a la jaula. Pero al rato estoy pensando en otra cosa. Cuando llega el
verano me parece que voy a estallar.
Nos largan a las cinco, que en este tiempo es casi
de noche. Yo salgo al final de todos porque soy de los más altos, así que me la
tengo que aguantar hasta lo último. Paciencia. Apenas dejo la puerta entro a
correr como un loco y antes de la cuadra los paso a todos.
Los camiones siguen esperando en la cola y tal
parece que no se hubieran movido en todo el día. Yo sé que se han movido,
algunos se han ido, pero no creo que los demás les presten la misma atención.
Los coches van y vienen entre los camiones. Algunos
pasan que se los lleva el diablo y así fue como lo reventaron al Tito. Recuerdo
al Tito porque era mi amigo y además lo vi cuando levantaba por el aire un Fiat
1500, pero revientan uno por mes, cuando menos. Los tipos se ponen nerviosos,
Hasta lloriquean, los que paran, pero entre tanto los coches siguen corriendo
como si tal cosa y al rato nadie s acuerda. Otros pasan tan despacio que uno puede
seguirlos al paso. Llevan la radio encendida y generalmente alguna fulana con
las polleras arremangadas. Supongo que esto es saludable, pero los que merecen
toda la lastima del mundo son ellos y no creo que les alcance. No les envidio
nada. Mal o bien nosotros estamos vivos. Eso es algo que ellos no saben mejor
así porque si no se nos echarían encima.
Creo que el tipo aquel se dio cuenta. Precisamente
fue por el tiempo que atropellaron al Tito. Había detenido el coche a un
costado, no muy lejos del portón, y parecía dormido. Era un Peugeot nuevito con
un par de retrovisores sobre el guardabarros que debían valer sus buenos pesos.
Estaba mirando el coche cuando el tipo pareció
despertar y me sonrío tristemente, un poco más que los otros. Era un tipo viejo
y refinado. Abrió la puerta y dejó que mirara dentro. Luego me preguntó si
quería subir y yo, naturalmente, le dije que sí.
Digo naturalmente porque los coches me entusiasman
tanto como las locomotoras a mi viejo y si tuviera uno me llevaría todo por delante.
Mi hermano apareció un día con un bote impresionante y nos llevó a dar una
vuelta. Al Tulio, al Negro, al Tito, que vivía en esa época, al Beto. Fue un
gran gesto. Yo iba al lado de mi hermano, con la radio a todo lo que daba. En
la Costanera lo puso a cien y después no quise mirar más. Los tipos de los
coches no amenazaban con los puños y gritaban cosas que no alcanzábamos a oír,
aunque no hacia falta. Mi hermano no los miraba siquiera. Parecía más tranquilo
que nunca y como si en realidad no estuviera con nosotros, con nadie en el
mundo sino completamente solo sobre el camino a ciento veinte por hora. Me
prometí entonces tener algún día un bote como ese. Es lo único que les envidio
a los tipos, pero ni con eso me caminaría por ellos.
El tío dio una vuelta por la costanera y al rato yo
me había olvidado de él. No veía nada más que aquel paisaje en llamas que
corría y saltaba hacia atrás, corría y saltaba y mi corazón saltaba y corría
también.
El tipo paró entre los árboles, frente al río, puso
la radio muy bajo y después de suspirar un rato comenzó a hablar en un tono
relamido sobre cosas que yo no entendí muy bien. Según parece era muy
desdichado y la verdad que no tenia necesidad de decírmelo. Se había dado
vuelta y me susurraba al oído toda esa desdicha, una desdicha muy particular
porque a mí nunca se me hubiera ocurrido que un tipo podía ser desgraciado por
todas esas tonterías. Se veía que nunca había pateado la calle con las tripas
vacías, ni había tenido que saltar entre los vagones con un par de botones a
remolque. El tipo me miraba a los ojos con su cara flaca y descolorida tan
cerca de la mía que tenia que torcer la vista para mirarlo. Yo trataba de
mostrarme cortes porque, si he de decir la verdad, el pobre coso me daba
lastima. Bueno, primero me apoyo sobre la pierna una de sus manos secas y
chatas como espátulas. No vi nada de particular en eso aunque no estoy
acostumbrado a tales tratos. Luego, sin dejar de quejarse ni de suspirar,
deslizo la mano hacia la bragueta y comenzó a frotarme delicadamente. Daba la
impresión de que lo hiciera otro, en el sentido de que ni el propio tipo
demostraba estar enterado de lo que hacia su mano. Yo me quede duro, lo cual es
algo más que una frase porque al rato, y contra mi voluntad, tenia el pajarito
firme y tirante como un resorte. Siempre hablando y suspirando el tipo me
desabrocho la bragueta y el pajarito asomó la cabeza alegremente. A esa altura
yo no sentía disgusto propiamente dicho, pero de repente me acorde de mi
hermano. Cuando estoy confundido pienso en el porque sin o me pierdo del todo y
a partir de ahí se me ordenan las ideas. Me acorde de mi hermano pues, y
entonces vi aquel rostro en toda su mísera y desdichada soledad. Aparte al tipo
de un empujón y salte del coche con el pajarito todavía afuera. Me volví del
otro lado de la calle y le hice un corte de manga. El pobre tipo me miraba
tristemente desde la ventanilla del Peugeot y me sonrió todavía, con la sonrisa
más desgraciada del mundo. Entonces, sentí una lastima negra. Hubiera querido sonreírle
yo también, pero tal vez no lo habría entendido. Di media vuelta y me fui
abrochándome la bragueta.
Son las cinco y media. La gente comienza a volver a
casa. Las villas están envueltas en una luz somnolienta. Las chimeneas de la
usina cuelgan en medio de una nube de humo que se aplana sobre el río. Los
vidrios del edificio de Telecomunicaciones brillan con un resplandor
polvoriento. Del otro lado los trenes se evaporan en una mancha anaranjada que
borra el paisaje de casillas y galpones hacia el oeste. Grupos de mocosos
chillan y corren en los baldíos junto a las vías.
A esta hora las villas lucen mejor que en cualquier
otra. No se cuanto durare aquí, pero de quedarme quieto no cambiaría esto por
nada del mundo.
Ni la vieja ni los muchachos han vuelto todavía.
Dejo la cartera y el guardapolvo que traigo arrollado debajo del brazo, agarro
un pedazo de pan y doy una vuelta antes de que regresen.
El viejo del Tulio está sentado a la puerta de la
casilla con los pantalones arremangados y el mate en la mano. Un avión del
aeroparque pasa tronando sobre nuestras cabezas.
Cruzo las vías y después de bagar un rato entre los
galpones y las locomotoras abandonadas me siento sobre una pila de durmientes
como hacia cuando estaba el viejo. Naturalmente, me acuerdo de él, y después
del Tito o de cualquier otro, por supuesto, de mi hermano. De todos los que se
fueron. Es como si estuvieran aquí, a esta hora. Algunos me miran, otros me
dicen cosas. Yo les sonrío y a veces les respondo. Sé que tarde o temprano iré tras
ellos. Tarde o temprano la vida se me pondrá por delante y saltare al camino.
Como un león.
Haroldo Conti
Nació en Chacabuco y murió en Buenos Aires en 1976.
Fue narrador, autor y director teatral, asistente de dirección cinematográfico
y guionista.
Publicó: Examinados (1955, Premio teatral Olat);
Sudeste (1960, novela con la que obtiene el Primer Premio de Fabriel Editora);
La causa (1960, con mención en el concurso Time-Life); Todos los veranos (1964,
libro de cuentos que obtiene el segundo Premio Municipal); Alrededor de la
jaula (1966, novela que gana el Concurso de la Universidad Mexicana de Veracruz
y es publicada en México y Buenos Aires); Con otra gente (1967, segundo libro
de cuentos); Los novios (1968, cuento que es traducido al alemán); En vida
(1971, novela ganadora en el concurso Barral y editada en Barcelona); La muerte
de Sebastián Arache y su pobre entierro (1972, guión); La balada del álamo
carolina (1975, tercer libro de cuentos); Mascaró, el cazador americano (1975,
novela premiada por Casa de las Américas).
En 1976 es
secuestrado en su domicilio. Desaparece. Más tarde, el dictador Jorge Rafael Videla
reconoce, ante la prensa extranjera, que Haroldo Conti estaba muerto.