Me tiraste un limón, y tan amargo,
tan tierno y rigurosamente sabio,
tan fulminante y, aun así, el labio,
a buena muerte cedió largo a largo.
Con el golpe amarillo, de un letargo
asiduo, tu piedad, la más dura,
mis humores que fluían en tristura
animaron ese instante fatal en sin embargo.
Pero al mirarte y verte la sonrisa
y tu ceño en abismal estrecho,
por no entenderlos estalló mi pena,
se me durmió la sangre en la camisa,
perdí noción de izquierdo y de derecho
y me entregué a tu letal condena.