Sentados frente a la ventana, la "mama" hacía que Pancho y mi madre se
sentaran a mirar hacia afuera a través de una ventana. Siete, ocho
años, tenían. A veces caía una lluvia finita e insistente. Y no se
movían. Para nada. “Quietitos, nos quedábamos allí, en silencio, mirando
caer la lluvia”.
Adentro, la "mama", mi abuela, se dedicaba a ¿ limpiar,
ordenar, planchar? en la casa de la familia donde estaba empleada. Y
ellos sabían que tenían que quedarse así hasta que terminara.
“Sentaditos, quietitos, nos quedábamos. Ni nos movíamos. Sin molestar
mientras la "mama" trabajaba". Afuera caía la lluvia, quizás finita e
insistente, y ellos la veían sentados en unas banquetas, con la orden de
no moverse, de hacer como si no estuvieran.
Esto me contaba mi
madre. Por eso yo sé que hubo dos chicos de siete años u ocho años que
veían caer la lluvia, quizá finita e insistente, sentados en una
banqueta, quietitos y en silencio, en una casa en la que tenían
interdicta la mirada “hacia adentro”… La casa “de los otros” donde
trabajaba mi abuela.
Pensamientos cazados al vuelo (mío o ajeno), misivas que no se estilan, reflexiones quejumbrosas o alborozadas, algún exabrupto. Palabras, palabras, palabras que se cuecen en todos los fuegos. Y el fuego...
3.11.11
Tristia
No dedicado al
escritor que, allá lejos y hace tiempo, me dijo con tono de asquito "No
me digas que escribís poemas en prosa...". Ni al "amigo" que me reprochó
"Pero vos siempre tan triste..."
Hay tristezas pequeñas, que apenas nos salpican los zapatos. Tristezas de tibios adioses que no dejan huellas, que se olvidan al doblar la esquina.
Hay tristezas que nos invaden durante un día, porque un perro nos miró con ojos melancólicos y no pudimos ofrecerle un hogar.
Hay tristezas que duran un tiempo: dan vueltas a nuestro alrededor, nos arruinan algunas tardes de sol y, en noches de lluvia, nos hacen pegar la frente nostálgica a la ventana. Tristezas que nos traen seductores pensamientos de suicidios inconclusos. Tristezas que se van esfumando o dejamos abandonadas en un rincón..., hasta el próximo encuentro.
Hay tristezas que caen como cataratas, como verdaderos aluviones. Tristezas que nos invaden, nos arrollan a su paso y nos obligan a buscar refugios inexistentes o escurridizos rincones. Esa tormenta de tristezas no se detiene fácilmente; arrasa las débiles trincheras que levantamos para protegernos y nos empapa alma y cuerpo. Hasta las uñas de los pies sufren el embate de estas tristezas dispuestas a acabar con la poca alegría que pueda convocar la vida.
Hay tristezas persistentes, insistentes, impertinentes. Tristezas que, luego que amaina el temporal de tristezas, se instalan como finísima garúa de tristezas que nos cala los huesos y el deseo, la ílusión y la esperanza.
Hay tristezas perennes para las que no hay conjuro posible, y con las que hay que convivir lágrima a lágrima.
Hay tristezas pequeñas, que apenas nos salpican los zapatos. Tristezas de tibios adioses que no dejan huellas, que se olvidan al doblar la esquina.
Hay tristezas que nos invaden durante un día, porque un perro nos miró con ojos melancólicos y no pudimos ofrecerle un hogar.
Hay tristezas que duran un tiempo: dan vueltas a nuestro alrededor, nos arruinan algunas tardes de sol y, en noches de lluvia, nos hacen pegar la frente nostálgica a la ventana. Tristezas que nos traen seductores pensamientos de suicidios inconclusos. Tristezas que se van esfumando o dejamos abandonadas en un rincón..., hasta el próximo encuentro.
Hay tristezas que caen como cataratas, como verdaderos aluviones. Tristezas que nos invaden, nos arrollan a su paso y nos obligan a buscar refugios inexistentes o escurridizos rincones. Esa tormenta de tristezas no se detiene fácilmente; arrasa las débiles trincheras que levantamos para protegernos y nos empapa alma y cuerpo. Hasta las uñas de los pies sufren el embate de estas tristezas dispuestas a acabar con la poca alegría que pueda convocar la vida.
Hay tristezas persistentes, insistentes, impertinentes. Tristezas que, luego que amaina el temporal de tristezas, se instalan como finísima garúa de tristezas que nos cala los huesos y el deseo, la ílusión y la esperanza.
Hay tristezas perennes para las que no hay conjuro posible, y con las que hay que convivir lágrima a lágrima.
"A favor de los pequeños..."
La vida está llena de mártires. No de los que nombra la historia con pomposidad o desprecio, según. No. La vida está llena de pequeños mártires y de pequeños crápulas también. Eso, también. Allí, en la mediocridad cotidiana, se reproducen los grandes gestos de la historia. O al revés. ¿O al revés?
Ella, con el papel en la mano que la condenaría y la salvaría, se repetía eso y se instalaba en su destino, el del que cae, el del que se da, el del que se entrega, y no consiente, consciente. Pequeñamente caía, se daba, se entregaba, en la pequeñez de su pequeña historia. Ella era su destino, con el papel en la mano.
Pequeño gesto. Rebeldía tan pequeña. Y sin embargo… Le hablaba la abuela sirvienta. Le hablaba el padre, que lustraba zapatos a los 7 para comprar un pote de dulce de leche o un libro que calmara las ansias de escuela. Le hablaba la madre, que “trabajaba en casas” a los 8, 9, 10 años… Sostenían esas hablas.
Hay uno que se inmola para que otros... Lo sabía. Imaginó escenas de grandezas y de inmediato restringió la maniobra de ese pensamiento y hasta la grandilocuencia que había usado cuando se permitió el “inmola”. Era una nada la de su acto que la condenaba y la salvaba. Pero. Le llegaba el turno. Entregó el papel. Y se dispuso a ser lo que se propuso hacer.
Esta mañana te soñé..., Camilo.
Esta mañana te soñé..., Camilo. ¿O te deslizaste, felinamente sutil,
por alguna rendija, hasta mi duermevela?
Y me hiciste saber, a tu personalísima manera,
sin gestos, sin sonidos,
que no olvidara dejar para vos tu agua fresca.
Y yo, que te sé tan cerca, ahora mismo pondré,
en los rincones de mi sueño
y en los que frecuentabas,
una fuente azul para que sacies tu sed,
y pueda yo aliviar la fiebre
de mi nostalgia.
Me besa en la frente
Me besa en la frente.
Me besa en la frente y todo mi cuerpo se rebela en convulsión de asco, escalofrío y repulsa contra ese beso que roza apenas la piel, que parece veneración pero es desapego, casi desprecio. No se besa en la frente a los que se ama, no hay pasión en el beso en la frente. Es un beso “y qué otra cosa”, un beso despedida, un beso que habla de muerte.
Me besa, entonces, en la frente, como a los difuntos, con la distancia, la lástima y las ganas de alejarse rápido de quien no significa nada o que significó algo pero ahora es un despojo, un simulacro de persona camino a la putrefacción. Ese convencional beso del rito por los muertos sobre la frente de esas cabezas que emergen obscenas de los féretros.
Me besa en la frente y yo lo odio por besarme en la frente. Y él sabe que lo odio y, por eso, vuelve a besarme en la frente. Y, como ya parezco muerta, lo dejo que me bese en la frente. Y, como aún hay en mí algún aliento de vida, siento ese beso en la frente y ahora puedo escribir que me besa en la frente como a la muerta definitiva que espera, la que ya no vea ni oiga ni sienta, y que el beso sirva para el propósito de los besos en la frente.
Me besa en la frente y me regala cada vez la escena: ya conozco qué rostro será su rostro cuando se incline sobre mi cabeza para darme un beso en la frente, porque asisto a mi funeral en cada ocasión en que me besa la frente.
Yo quisiera que no me bese en la frente. Yo quisiera irme. Quisiera que se fuera. “Pero los muertos están en cautiverio.”
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